En mi colaboración mensual con la revista Zapping Magazine, este mes hablamos de la fina línea que separa los talent shows de los realities.
Reality o talent-show ¿a qué hemos venido?
Aunque en ocasiones pueda parecerlo, reality y talent shows no son lo mismo: los primeros se basan en mostrar a los participantes tal como son en su día a día, su capacidad para subsistir, para relacionarse, para convivir y ser compañeros, ya sea encerrados en una casa, aislados en una pequeña isla tropical o puestos a prueba en una granja en las montañas. Los segundos sin embargo, aunque puedan compartir la necesidad de que los concursantes vivan juntos o pasen cierto tiempo aislados del mundo exterior, se basan en entretener y conquistar a la audiencia destacando aquello que los participantes saben hacer, ya sea cantar, cocinar o bailar.
A priori, tienen mucho más mérito los concursantes de un talent, que aspiran a crecer en un entorno profesional, que los del reality, aspirantes a bolos y polémicas varias que les llenen bien la cartera a costa de su imagen o la de sus compañeros. Sin embargo, los datos de una buena bronca entre compañeros acostumbran a ser mucho mejores que los de un simple guiso espectacular y un concursante quemado da mucho más juego en otros programas de la cadena que una paella con exceso de socarrat.
Es así como las cadenas sienten la necesidad de dotar de una pizca de malsana rivalidad a sus talent, de incluir un vistazo a lo que ocurre detrás de micros y fogones y editarlo de manera que, el margen de su buen hacer profesional, empaticemos o no con algunos de los concursantes, a menudo tanto más villanos cuanto más avanzan en el concurso.
Como estrategia para captar audiencia y dar contexto al programa es un buen aderezo, pero hay que cuidar mucho el límite o se corre el riesgo de traspasar el formato y convertirlo en otra cosa, que no es a la que, como espectadores, hemos venido.
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