Anoche se emitía la final de Top Chef en Antena 3 y casi ni la vi. Después de no faltar a una sola de sus emisiones, en directo o desde la web, desde su estreno, el del programa y el de esta edición, el desenlace de ayer no me interesaba prácticamente nada y no dejé de hacer zapping con la entrevista de Bertín a una Rosa López que sigue despertando curiosidad años después de convertirse en la Cenicienta de OT.
Aprovecharé aquí para hacer un inciso al respecto del programa de Telecinco, que lleva semanas haciendo entrevistas en grupo en las que ha perdido por completo su razón de ser original para convertirse en otra cosa, con mucho menos interés y casi exclusivamente como elemento promocional. El programa pide a gritos un merecido descanso.
Un descanso que Antena 3 ha comentado podría barajar dar a Top Chef, a la vista de los resultados de esta temporada, que han sido bastante flojos sin que además la competencia haya tenido que hacer grandes esfuerzos. El exceso de programas de cocina puede ser un motivo para esta bajada de interés, pero me atrevo a decir que el casting y las dinámicas entre concursantes de esta edición se han ido un poco de las manos, hasta el punto de generar en la audiencia un hastío más relacionado con lo personal que con la propia cocina. Y es que da lo mismo que estemos viendo a los profesionales de Top Chef que a los amateurs de Masterchef, al final lo que uno busca en este tipo de programas es la cocina, la imaginación de los concursantes a la hora de poner un plato en la mesa, las carreras para llegar a tiempo en las pruebas. Por supuesto, se necesita un punto de rivalidad entre participantes, piques, discusiones y rencillas para crear el necesario espectáculo y para que unos y otros, como espectadores, tengamos ese fuerte deseo de que alguno de los concursantes sea eliminado, para que nos alegremos con ello o nos frustremos cuando no se va quién nosotros queremos. Imprescindible, sí, pero dentro de un orden.
Y creo que esta edición de Top Chef se ha ido de las manos en lo que respecta a la sana rivalidad entre concursantes. Ya lo estaba en gran medida antes de que Melissa fuera eliminada, pero fue aún peor cuando, repescada, perdió por completo la cabeza y terminó haciendo buena a una Rakel que hasta ese momento era la mala de la edición. Tanta era la bronca entre ellas que no me di cuenta de lo poco que me importaba si Víctor ganaba o no, o mejor dicho, de lo poco que me apetecía que ganara él, con su prepotencia y su poca capacidad para empatizar con el público o sus propios compañeros.
Y así es como llegamos a la final de anoche, en la que desde muy pronto se adivinaba que ganaría Rakel, a la vista de los totales que nos iban lanzando en los que se ella misma se mostraba incrédula ante la posibilidad de ganar a un estrella Michelín, en los que ella se conformaba con haber llegado hasta esa final, en donde la veíamos arriesgar y arriesgar en una construcción del relato que apuntaba a épica. Hasta ese detalle hacía de esta final una descafeinada para un espectador que ya se las sabe todas y al que no es fácil engañar con este tipo de despistes.
Los programas de talentos necesitan, por supuesto, sus personajes, sus historias, sus trama paralelas, muy especialmente en los formatos largos que se emiten en España, pero es importante no perder la esencia de lo que nos lleva a todos hasta ahí, tanto a los propios concursantes como a los espectadores. Cuando el casting deriva hacia perfiles excesivos o la edición de los programas hace que las actitudes de unos y otros sean dramáticas, se termina convirtiendo en otra cosa, en otro formato e incluso se termina minando el interés genuino de quién vino a ver un programa de cocina y acabó crispado con el mundo.